domingo, 28 de junio de 2009

COMO UN MUERTO

El maestro le dice al discípulo:

--Acércate al cementerio. Una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo se dirige al cementerio. Una vez allí, comienza a decir toda suerte de elogios a los muertos y después regresa junto al maestro.

-¿Qué dijeron los muertos? -pregunta el maestro.

-No respondieron -contesta el discípulo.

Y el maestro le ordena ahora:
-Volverás al cementerio y soltarás toda clase de insultos a los muertos.

El discípulo acude de nuevo al cementerio y sigue las instrucciones del maestro. Vocifera toda suerte de imprecaciones contra los muertos y después se reúne con el maestro.

-¿Qué dijeron los muertos? -pregunta por segunda vez el maestro.

-No respondieron -con, testa el discípulo.

Y el maestro concluye:
-Así debes ser tú: indiferente como un muerto ante los halagos o los insultos de las otras personas.

domingo, 21 de junio de 2009

EL SIRVIENTE FELIZ Y EL REY TRISTE

Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que como todo
sirviente de rey triste, era muy feliz.
Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y despertaba al rey cantando y
tarareando alegres canciones.
Una sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida
era siempre serena y alegre.

Un día el rey lo mandó a llamar:
* Sirviente -le dijo- ¿cuál es el secreto?
* ¿Qué secreto, Majestad?
* ¿Cuál es el secreto de tu alegría?
* No hay ningún secreto, Alteza.
* No me mientas, sirviente. He mandado a cortar cabezas por ofensas
menores que una mentira.
* No le miento, Alteza, no guardo ningún secreto.
* ¿Por qué está siempre alegre y feliz? ¿eh? ¿Por qué?
* Majestad, no tengo razones para estar triste. Su Alteza me honra
permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que
la Corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me
premia de vez en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos,
¿cómo no estar feliz?
* Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar -dijo el rey-.
Nadie puede ser feliz por esas razones que has dado.
* Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo,
pero no hay nada que yo esté ocultando...
* Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo!

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey
estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el sirviente estaba feliz
viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los
cortesanos. Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó
su conversación de la mañana.
* ¿Por qué él es feliz?
* Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.
* ¿Fuera del círculo?
* Así es.
* ¿Y eso es lo que lo hace feliz?
* No Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.
* A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.
* Así es.
* ¿Y cómo salió?
* ¡Nunca entró!!
* ¿Qué círculo es ese?
* El círculo del 99.
* Verdaderamente, no te entiendo nada -dijo el Rey-.
* La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos.
* ¿Cómo?
* Haciendo entrar a tu sirviente en el círculo.
* Eso, obliguémoslo a entrar!!
* No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.
* Entonces habrá que engañarlo.
* No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solo
en el círculo.
* ¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?
* Si, se dará cuenta.
* Entonces no entrará.
* No lo podrá evitar.
* ¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en
ese ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?
* Tal cual. Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente
para poder entender la estructura del círculo?
* Sí
* Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de
cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99!
* ¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso?
* Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.
* Hasta la noche.

Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron
hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del sirviente.
Allí esperaron el alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía: "Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no cuentes a nadie
cómo lo encontraste". Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del
sirviente, golpeó y volvió a esconderse. Cuando el sirviente salió, el sabio
y el rey espiaban desde atrás de unas matas lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al escuchar el sonido metálico se
estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró hacia todos lados de la
puerta y entró a su hogar.
El rey y el sabio se arrimaron a la ventana para ver la escena. El sirviente
ingresó presuroso a su hogar y con su brazo arrojó al piso todo lo que había
sobre la mesa dejado sólo la vela.
Se sentó y vació el contenido de la bolsa... Sus ojos no podían creer lo que
veían. ¡Era una montaña de monedas de oro! El, que nunca había tocado una de
estas monedas, tenia hoy una montaña de ellas !!
El sirviente las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar a la
luz de la vela. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando empezó a hacer pilas de 10 monedas. Una pila de diez, dos pilas de diez, tres pilas, cuatro, cinco, seis... y mientras sumaba 10, 20,30, 40, 50, 60... hasta que formó la última pila: 9 monedas !!!
Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más. Luego el piso y
finalmente la bolsa.
* "No puede ser", pensó. Puso la última pila al lado de las otras y
confirmó que era más baja.
* Me robaron -gritó- me robaron, malditos!!

Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació
sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba. Sobre la
mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que
había 99 monedas de oro "sólo 99".
* "99 monedas. Es mucho dinero", pensó. Pero me falta una moneda.

Noventa y nueve no es un número completo -pensaba- Cien es un número
completo pero noventa y nueve, no.
El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del sirviente ya no era
la misma, estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían
vuelto pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el
que se asomaban los dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y
mirando para todos lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la
bolsa entre la leña. Luego tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos.
¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda
número cien? Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a
trabajar duro hasta conseguirla. Después quizás no necesitara trabajar más.
Con cien monedas de oro, un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas
de oro un hombre es rico. Con cien monedas se puede vivir tranquilo.
Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que
recibía, en once o doce años juntaría lo necesario. "Doce años es mucho
tiempo", pensó. Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el
pueblo por un tiempo.
Y él mismo, después de todo, él terminaba su tarea en palacio a las cinco de
la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por
ello. Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa,
en siete años reuniría el dinero.
Era demasiado tiempo!!! Quizás pudiera llevar al pueblo lo que quedaba de
comidas todas las noches y venderlo por unas monedas. De hecho, cuanto
menos comieran, más comida habría para vender...Vender... Vender...
Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de invierno? ¿Para qué más de un
par de zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios
llegaría a su moneda cien.

El rey y el sabio, volvieron al palacio. El sirviente había entrado en el
círculo del 99...
Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le
ocurrieron aquella noche. Una mañana, el sirviente entró a la alcoba real
golpeando las puertas, refunfuñando de pocas pulgas.
* ¿Qué te pasa?- preguntó el rey de buen modo.
* Nada me pasa, nada me pasa.
* Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
* Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su
juglar también?

No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente.
No era agradable tener un sirviente que estuviera siempre de mal humor...

domingo, 14 de junio de 2009

NUEVE VACAS

Dos amigos marineros viajaban en un buque carguero por todo el mundo, y andaban todo el tiempo juntos. Así que, esperaban la llegada a cada puerto para bajar a tierra, encontrarse con mujeres, beber y divertirse.
Un día llegan a una isla perdida en el Pacífico, desembarcan y se van al pueblo para aprovechar las pocas horas que iban a permanecer en tierra.
En el camino se cruzan con una mujer que está arrodillada en un pequeño río lavando ropa.
Uno de ellos se detiene y le dice al otro que lo espere, que quiere conocer y conversar con esa mujer. El amigo, al verla y notar que esa mujer no es nada del otro mundo, le dice que para qué, si en el pueblo seguramente iban a encontrar chicas más lindas, más dispuestas y divertidas.
Sin embargo, sin escucharlo, el primero se acerca a la mujer y comienza a hablarle y preguntarle sobre su vida y sus costumbres.
Cómo se llama, qué es lo que hace, cuantos años tiene, si puede acompañarlo a caminar por la isla.
La mujer escucha cada pregunta sin responder ni dejar de lavar la ropa, hasta que finalmente le dice al marinero que las costumbres del lugar le impiden hablar con un hombre, salvo que este manifieste la intención de casarse con ella, y en ese caso debe hablar primero con su padre, que es el jefe o patriarca del pueblo.
El hombre la mira y le dice: “Está bien. Llévame ante tu padre. Quiero casarme contigo”.
El amigo, cuando escucha esto, no lo puede creer. Piensa que es una broma, un truco de su amigo para entablar relación con esa mujer. Y le dice: “¿Para qué tanto lío? Hay un montón de mujeres más lindas en el pueblo. ¿Para qué tomarse tanto trabajo?”.
El hombre le responde: “No es una broma. Me quiero casar con ella. Quiero ver a su padre para pedir su mano”.
Su amigo, más sorprendido aún, siguió insistiendo con argumentos tipo:
“¿Tu estás loco?”, “¿Qué le viste?”, “¿Qué te pasó?”, “¿Seguro que no tomaste nada?” y cosas por el estilo.
Pero el hombre, como si no escuchase a su amigo, siguió a la mujer hasta el encuentro con el patriarca de la aldea.
El hombre le explica que habían llegado recién a esa isla, y que le venía a manifestar su interés de casarse con una de sus hijas. El jefe de la tribu lo escucha y le dice que en esa aldea la costumbre era pagar una dote por la mujer que se elegía para casarse.
Le explica que tiene varias hijas, y que el valor de la dote varía según las bondades de cada una de ellas, por las más hermosas y más jóvenes se debía pagar 9 vacas, las había no tan hermosas y jóvenes, pero que eran excelentes cuidando los niños, que costaban 8 vacas, y así disminuía el valor de la dote al tener menos virtudes.
El marino le explica que entre las mujeres de la tribu había elegido a una que vio lavando ropa en un arroyo, y el jefe le dice que esa mujer, por no ser tan agraciada, le podría costar 3 vacas.
“Está bien” respondió el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas”.
El padre de la mujer, al escucharlo, le dijo: “Ud. no entiende. La mujer que eligió cuesta tres vacas, mis otras hijas, más jóvenes, cuestan nueve vacas”.
“Entiendo muy bien”, respondió nuevamente el hombre, “me quedo con la mujer que elegí y pago por ella nueve vacas”.
Ante la insistencia del hombre, el padre, pensando que siempre aparece un loco, aceptó y de inmediato comenzaron los preparativos para la boda, que iba a realizarse lo antes posible.
El marinero amigo no lo podía creer. Pensó que el hombre había enloquecido de repente, que se había enfermado, que se había contagiado de una rara fiebre tropical. No aceptaba que una amistad de tantos años se iba a terminar en unas pocas horas. Que él partiría y su mejor amigo se quedaría en una perdida islita del Pacífico.
Finalmente, la ceremonia se realizó, el hombre se casó con la mujer nativa, su amigo fue testigo de la boda y a la mañana siguiente partió en el barco, dejando en esa isla a su amigo de toda la vida.
El tiempo pasó, el marinero siguió recorriendo mares y puertos a bordo de los barcos cargueros más diversos y siempre recordaba a su amigo y se preguntaba: “¿qué estaría haciendo?, ¿cómo sería su vida?, ¿viviría aún?”.


Un día, el itinerario de un viaje lo llevó al mismo puerto donde años atrás se había despedido de su amigo. Estaba ansioso por saber de él, por verlo, abrazarlo, conversar y saber de su vida.
Así es que, en cuanto el barco amarró, saltó al muelle y comenzó a caminar apurado hacia el pueblo.
“¿Dónde estaría su amigo?, ¿Seguiría en la isla?, ¿Se habría acostumbrado a esa vida o tal vez se habría ido en otro barco?”


De camino al pueblo, se cruzó con un grupo de gente que venía caminando por la playa, en un espectáculo magnífico.
Entre todos, llevaban en alto y sentada en una silla a una mujer bellísima.
Todos cantaban hermosas canciones y obsequiaban flores a la mujer y esta los retribuía con pétalos y guirnaldas.
El marinero se quedó quieto, parado en el camino hasta que el cortejo se perdió de su vista. Luego, retomó su senda en busca de su amigo.
Al poco tiempo, lo encontró. Se saludaron y abrazaron como lo hacen dos buenos amigos que no se ven durante mucho tiempo.
El marinero no paraba de preguntar: “¿Y cómo te fue?, ¿Te acostumbraste a vivir aquí?, ¿Te gusta esta vida?, ¿No quieres volver?”
Finalmente se anima a preguntarle: “¿Y como está tu esposa?”
Al escuchar esa pregunta, su amigo le respondió: “Muy bien, espléndida. Es más, creo que la viste llevada en andas por un grupo de gente en la playa que festejaba su cumpleaños”.
El marinero, al escuchar esto y recordando a la mujer insulsa que años atrás encontraron lavando ropa, preguntó: “¿Entonces, te separaste? No es la misma mujer que yo conocí, ¿no es cierto?”.
“Si” dijo su amigo, “es la misma mujer que encontramos lavando ropa hace años atrás”.
“Pero, es muchísimo más hermosa, femenina y agradable, ¿cómo puede ser?”, preguntó el marinero.
“Muy sencillo” respondió su amigo. “Me pidieron de dote 3 vacas por ella, y ella creía que valía 3 vacas. Pero yo pagué por ella 9 vacas, la traté y consideré siempre como una mujer de 9 vacas. La amé como a una mujer de 9 vacas. Y ella se transformó en una mujer de 9 vacas”.


Cuando alguien nos valora y nos estimula, con sinceridad y amor, obramos cambios impensados...


Anónimo

domingo, 7 de junio de 2009

EL ELEFANTE ENCADENADO



Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enrome bestia hacia despliegue de su tamaño, peso y fuerza descomunal... pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas clavada a una pequeña estaca clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era solo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye? Cuando tenía 5 o 6 años yo todavía en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: -Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me olvide del misterio del elefante y la estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta. Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde muy, muy pequeño. Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró, sudó, tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía... Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no se escapa porque cree -pobre- que NO PUEDE. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...



Jorge Bucay